Zona de fumadores

2019, temporada de lluvias. Me escabullí a un pequeño patio en el fondo de la Cineteca. En inglés hay un verbo exacto para lo que me propongo hacer: to brood, que es algo así como quedarse pensando en cosas que te hacen sentir mal. Estar de malas. Estar de jeta. Te recargas en una pared, subes un pie como flamingo, pones tu jeta y prendes un cigarro.

Un guardia de seguridad que claramente no leyó las señales de intenso brooding se acerca y me pregunta si no tengo un cigarrito que le regale.

«No», respondo en automático. Chingada madre, ¿qué no ve que estoy de malas? Ya no puedo sentirme miserable a gusto porque me interrumpe la culpa. Sí tengo cigarritos que regalar y, en lugar de compartirlos, me fui por la ruta del mamón. 

Todavía puedo arreglarlo. «Mira, siempre sí quedaba uno», digo al acercarle un Marlboro rojo. Me da las gracias, le paso mi encendedor y lo prende. 

Me pregunta si trabajo aquí. Le digo que sí, aunque precisamente salgo a fumar para huir de ese trabajo que debería estar haciendo. No sé cómo me salió ese . ¿Convencido? ¿Casual? ¿Disfrazando el nivel de estrés y depresión que me cargaba por esas fechas?

En fin, le digo que sí, me dice que qué chido y así muere la conversación. Huí en cuanto las cenizas tocaron el filtro, refunfuñando.

Evité la zona el resto de la semana, pero no encontré otro sitio igual de conveniente para tener 10 o 15 minutos de paz. No quería encontrarme con nadie ni quería hablar. En ese patio solo había una bodega, dos salidas de emergencia y unos baños arrinconados y sucios. Cuando la gente pasa por ahí, definitivamente no se detiene a platicar. Era el spot perfecto. 

Hoy lunes —el más nublado y detestable de los días— cedo al fin y vuelvo por mi dosis de autocompasión. Prefiero lidiar con mi ansiedad social que con la oficina en este momento. Además, es probable que mi lugar esté vacío como siempre lo ha estado desde que me fugo a esta… No, olvídalo. Sí está el guardia.

Esta vez me anticipo a mi instinto antisocial: lo saludo y le ofrezco un cigarro sin que me lo pida.

«Gracias, hermanito. ¿Cómo te llamas?». Me llamo Rodrigo. Él dice que se llama G, que lleva ahí parado desde las 9 de la mañana y que no había tenido chance de escaparse a comprar una cajetilla. Ni comida, en realidad. 

Viene todos los días desde Tecamac. Dice que su turno es de 9 a 9 y que ese rincón de la Cineteca se le hace particularmente difícil porque es normal que se metan vagabundos a hacer destrozos y drogarse en los baños. Ahora que lo mencionas, sí huele un poco a marihuana, y apenas es mediodía.

—Aparte hay que andar pendientes porque se meten y se chingan los fluxómetros de los mingitorios.

—No mames. 

—¡En serio! Se los roban y los venden como en 3 mil varos. 

—¿Y qué es? 

—¿Un fluxómetro? Pues es lo que regula el agua cuando le bajas. Está en la palanca. Valen 3 mil o 4 mil varos, en serio.

Le sugiero que entonces sí ande bien pendiente para la repartición de vergazos y se ríe.

Seguimos fumando en silencio hasta que G apaga su colilla con la suela del zapato, la avienta al bote de basura y se despide. Tal vez se marcha a cuidar espacios más amables. Nunca lo sabremos. 

Mientras tanto, yo juego a cuidar que nadie se meta a robar fluxómetros. En una de esas, mejor aprovecho que no hay nadie y me robo uno.

El humito de mi Marlboro sube en espirales hacia un cielo gris que empieza a despejarse.

Two men dressed in trenchcoats and hats, like old-time detectives, smoke cigarettes at the edge of a boat. It's an image from Martin Scorsese's Shutter Island.

Mark Ruffalo y Leo DiCaprio fumando con toda naturalidad en Shutter Island

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