Viajar a Corea del Sur
Sabía contar hasta diez en coreano por el trauma de recibir patadas a las 8 de la mañana entrenando taekwondo. ¿Qué más? Había visto un montón de películas de Hong Sang-soo, Park Chan-wook y Bong Joon-ho, pero eso no me parecía suficiente. Viajar a Corea del Sur no había sido idea mía y me preocupaba ir sin una buena conexión con el país.
No digo que esté mal explorar y vacacionar por la simple causa de pasársela bien, pero el turismo pospandémico de Tiktok e Instagram se me hace irresponsable y, hasta cierto punto, repulsivo. Replicar una foto solo porque está bonita o comerse una brocheta de frutas caramelizadas a sobreprecio porque ahorita es tendencia no significa nada. Quizás estaba buscando sentido en algo que no lo necesita.
Cuando volví, R, en plan estadístico, me preguntó la nacionalidad de los peores turistas que había observado en el viaje. Él sabía. Tú también sabes antes de leerlo. «Gringos», dije sin dudarlo, aunque no había visto a ninguno haciendo barras en un torii o ahuyentando a bandas sinaloenses que interrumpieran sus ceremonias de cacao. R fue a Japón recientemente y lleva un récord de los viajeros más ruidosos, negligentes o prepotentes.
Yo no pensaba mancillar la buena racha que seguro tienen los mexicanos en esa lista. No quería llegar a Seúl sin hablar un poco el idioma o sin tener una forma clara de disculparme cuando cometiera una estupidez. No quería consumir (su comida, sus imágenes o su cultura) sin dar algo a cambio, mínimo las gracias. 감사합니다 (gam-sa-ham-ni-da = gracias) fue lo primero (y casi lo único) que aprendí a decir en coreano.
«Si eso es lo que te preocupa, ya estás del otro lado», me dijo G antes de irme. «Los coreanos son muy conscientes de los demás y van a apreciar que no quieras molestarlos. Ellos tampoco van a querer molestarte a ti». Así fue.
Dice Serrat que el zapatero ve pies y el sombrerero, cabezas. Obviamente el chilango ve a CDMX en todas las ciudades. De las pocas que conozco, ninguna se había acercado tanto a la vibra de una taquería en mitad de la noche como Seúl.
En un callejón escondido cerca de la estación Eulgiro 3-ga, encontramos las parrillas llenas de gente y ni siquiera era fin de semana. Elegimos al azar un local pequeño para la cantidad de mesas que tenía. Nos sentamos en unos banquitos diminutos y pronto nos llenamos la cara de humo, panza de cerdo y banchan delicioso.
Antes de irnos, saqué mi tremendo chamarrón invernal del banquito —que también sirve como baúl para guardar tus cosas— y, en el desmadre de abrir y sacar y cerrar y acomodar, derramé un vaso de agua sobre el asiento. Ahí chingó a su madre el respeto al idioma local y al espacio ajeno porque me puse a repetir «I’m so sorry!» como estúpido mientras hacía reverencias con la cabeza. No sé qué me dijo la mesera que se acercó a limpiar, pero parecía querer calmarme con los gestos de la mano. La dueña del local se estaba riendo.
Recomiendo mucho llegar a los lugares a la hora que abren para ver cómo arrancan las cosas. En el Fritz Coffee Company que está junto al museo Arario, el 14 de febrero de 2025, arrancaron bien. Con frío, pero bien. Por las ventanas perfectamente insuladas podíamos ver a los empleados del museo atravesar un patio vacío, pasar frente a un monolito de piedra en forma de pagoda y empezar su turno.
Me recordó a cuando iba por café al 8 ½ antes de iniciar mi día laboral en la Cineteca. Era la bocanada de aire que necesitaba antes de echarme de panzazo a la alberca.
La diferencia es que Seúl se despertaba poco a poco, como si la gente llegara rítmica y progresivamente a donde tiene que llegar. Los trenes fluían en silencio.
Ciudad de México siempre se despierta de golpe, como si encendieras una licuadora.
Estuvimos ahí una semana y solo escuché a dos coreanos hablar inglés a la perfección: una chica que nos entregó la comida en un McDonald’s de Busan, que me hizo la charla clásica de dónde vienes, wow Mexicou, vas a querer regresar, y un residente del barrio tradicional de Eunpyeong que iba saliendo de su casa mientras paseábamos.
«Hi! Welcome! Good morning!», nos saludó, feliz de la vida.
Para ser alguien que tiene que aguantar turistas tomándole fotos a su casa todos los días, estaba de excelente humor.
En dos ocasiones, una en el metro y otra en un autobús, una mujer se cambió de asiento cuando nos quedamos parados frente a ella. M asumió lo peor. Pero al menos tres de los 254 videos de YouTube que vi como preparación del viaje dijeron que era normal que los locales se alejaran de los turistas en el transporte público para evitar posibles interacciones o conversaciones incómodas.
Como sumo introvertido que soy, entiendo. Yo tampoco quiero hablar con extraños en público, no me importa de dónde sean. Y menos en el transporte. Por empatía, prefiero pensar que no fue discriminación.
El conductor hizo un anuncio largo e incomprensible. Creo que mencionó a Gamcheon. Abrimos Kakao Maps y no está claro si tenemos que bajarnos y tomar otro camión o si podemos seguir en este para llegar. Discutimos en voz baja cuando alguien me toca el brazo. Un hombre bastante mayor y bastante telepático me dice algo mientras señala con el dedo a una camioneta verde que se detiene en una parada cercana.
Deme unos segundos, señor telépata, mi cerebro trae la hora desfasada y anda lento.
«¿Gamcheon?», le pregunto. El viejo asiente sonriendo.
«감사합니다», le devuelvo la sonrisa, agarro mi mochila y veo cómo M ya está presionando el botón rojo para pedir la parada y transbordar justo a tiempo.
Las reglas del Airbnb decían que tiráramos toda nuestra basura en los contenedores del sótano cuando nos marcháramos. No sé qué esperaba del basurero de un edificio de 14 pisos. Creo que era más grande que el departamento donde nos alojamos.
Me tardé un buen rato separando todo lo que le devolvíamos a Seúl:
en el cesto del papel, una pila enorme de tickets hechos trizas, unas cajas de Labubus aplastadas y un par de folletos que no pasaron la última entrevista para el puesto de souvenir;
en los plásticos, incontables envolturas de Kitkat de matcha y caramelitos de ginseng rojo;
en la basura inorgánica, cáscaras de plátano y huevo cocido,
y en el tambo grande de los vidrios rotos, el frasquito de café negro que me esperó tres días en el refri, inmóvil, estoico, sin expectativas, mientras yo roncaba en un tren bala o mientras hacía poses en la cabina de fotos de una tienda de maquillaje o mientras veía cómo la señora de la mesa con varias botellas de soju vacías cacheteaba a una de sus amigas o mientras corría al puerto para atrapar un Wiglett en Pokémon Go o mientras aprendía a mezclar bibimbap en el mercado o mientras forcejeaba con un tripié en la orilla del río Han para poder tomar esa última foto, la foto de la victoria, la prueba de que vencimos al invierno coreano con los dedos entumidos, los labios despedazados y las panzas burbujeando ramyon instantáneo.
En ese parque había unos malditos locos corriendo en shorts como si nada